Esa cálida tarde de verano, la invité a dar una vuelta por el parque, con la excusa de conversar sobre sus futuras universidades. Ella hablaba jocosamente, pero no entendí ni una sola palabra de lo que dijo aquel día. Sólo me dedicaba a verla, oh mi pequeña damisela. Para mi sorpresa, al pasar debajo de un árbol de cerezo se acercó sugestivamente a mi rostro y susurró en mi oído.. "ya no quiero ser la misma niña educada de siempre, quiero hacer algo divertido, experimentar nuevas cosas, hacer locuras y quiero hacerlo contigo". Mi mundo dio un giro de 180 grados en ese preciso instante, mi corazón latía a la velocidad de la luz. Mientras tanto, ella estaba allí parada, sonriente como siempre, con un brillo especial en sus ojos que jamás había presenciado antes. Oh dueña de mis fantasías, me has convertido en pecador.
La tomé entre mis brazos y la hice mía, con amor, con ternura, como la princesa que era para mí. Y aún así, ella parecía no estar contenta, no sé que andaba mal. Dijo que no era nada, que siguiera con lo mío, supongo que sería la impresión de la primer instancia. Dulcinea de mis cuentos de hada, todo estará bien -la reconforté-. Siguió con su mirada fija en mí, aquella extraña expresión de confusión. Me dio un beso en la mejilla, y nuevamente me susurró al oído... "gracias, ahora podré experimentar lo que siempre he anhelado, el exiquisito sabor del carmesí, la dulce vendetta". Y al mismo tiempo que concluía con sus palabras, una daga atravesó hasta el más recóndito lugar de mi cuerpo. No pude hacer nada más que contemplar su resplandeciente rostro impregnado con mi sangre. No pude evitar sonreír al ver que ella por fin era realmente feliz. Oh cuánto te he amado Aurelia, mi dulce ninfa insaciable.
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