La simpleza de una alegoría a los muertos vivos en carne propia, camuflada bajo la piel que aparenta ser de porcelana, en su máxima expresión. Entes atrapados en el carrousel de las mil caras, intentando atrapar la sortija que los acerca a la realidad fantasma.
Utopías de color pastel que se convierten en realidad cuando despertamos en nuestros sueños, incluso en los más efímeros. Comienza el carnaval de almas y los sin rostro visten sus mejores antifaces de neoprén, decorados con estilo veneciano. Cada uno es quien desea ser, mientras la máscara se aferre a la carne putrefacta.
Y mientras disfrutan de su pasajera estadía en la feria, su esencia ruega por escapar y alcanzar la luz, la irrefutable verdad. Y yo aquí, cuestionando la dualidad entre el bien y el mal, entre el espíritu y la materia. La vida y la muerte. En el núcleo están ellos, regocijándose en el purgatorio, escondiendo augurios detrás de la frívola risa.
Sí, vestiré la máscara de la muerte superficial, pero me libero del fariseísmo. Eso pertenece a los engendros del averno terrenal, incapaces de arrancarse el falso pellejo.
Me siento bajo un difunto árbol de otoño y respiro el aire vespertino. Piso las hojas, amarillentas y resecas, de modo que una melodía sin sentido cree la más bella canción. Busco formas en las nubes sanguinolentas, creo haber visto una libélula. La brisa recorre mis mejillas, respiro y medito:
¿A qué se debe este regodeo que hoy siento?
Quizás, y sólo quizas... Sean las pequeñas cosas de la vida.
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