Silencio!
No puedo escucharlas chocar contra el ventanal si continúas gritando y golpeando
(golpeando, golpeando).
Sangrando internamente.
Tú y yo: nosotros.
¿Nosotros?
Acercaos...
Mira por la cerradura miniatura, el valle cuasi encantando que hay detrás.
Donde todos los días la lluvia sabe a almíbar y los árboles danzan tarantellas mientras las libélulas esperan impacientemente para bailar el tango.
Del otro lado de la puerta maciza está el abismo terrenal, sumergiendo su nariz donde no debiera.
Arrastrando mi ser a la ironía de vivir sin distinguir los colores ni los matices de las flores.
De no gozar el canto matutino de las aves ni la última cena en familia.
Que el sentido de la navidad y la libertad van de la mano y cada día más alejados, más perdidos.
Descubrir que tan sólo soy una pequeño pez en un océano profundo que se transfigura en maremotos y tsunamis, que me llevan de acá para allá.
Y sigo y sigo chocando contra la pecera.
Pareciera ser de hierro pues no puedo romperla.
No hay navío que nos salve del mundo real.
Esta, podría decirse, es la sátira de mi vida, la calamidad de mi destino.
El pecado original.
Eché la vista hacia un lado, atrás.
Y me dio miedo.
Tanto miedo que se me heló la sangre hasta llegar al punto de solidificación y convertirse en cristal.
Y rompimos en llanto.
La impotencia es el peor enemigo del hombre, su talón de Aquiles, su arma mortal.
¿Cómo manejar lo desconocido, lo infinito?
¿Y qué hay de lo finito?
Todo está más allá de nuestras manos, y no alcanzamos el conocimiento que los sabios intentaron transmutar en nuestro deficiente ADN.
No creemos en lo increíble, por miedo, por impotencia de no saber como manejar lo superior.
Es por eso que existen las guerras, el hambre, la pobreza.
Es por eso que dormimos para no pensar.
Es por eso que existe el miedo.
Miedo a lo desconocido.
Nos acurrucamos en un rincón hasta caer en el sueño sereno.
Cerré la puerta con la cerradura miniatura.
Abrí la de los sueños surrealistas como un vago intento de encontrar mi fuerza intrínseca, ya casi inerte.
Y todo por un puto regalo: un ticket al cielo.
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